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LIBRO: La batalla del Atlántico

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Descripción de la más larga batalla de la Segunda Guerra Mundial, que enfrentó a los submarinos alemanes del almirante Dönitz con las armad...

Descripción de la más larga batalla de la Segunda Guerra Mundial, que enfrentó a los submarinos alemanes del almirante Dönitz con las armadas de Gran Bretaña y de Estados Unidos.

19 de febrero. Muchos hombres combatieron en la Segunda Guerra Mundial desde el primer día hasta el último, y no sólo fueron soldados de los ejércitos de tierra. Como cuenta La batalla del Atlántico, entre estos veteranos estuvieron las tripulaciones de la flota de submarinos alemanes.

Pese a lo que puede pensarse por los millones de soldados movilizados y por terribles batallas como las de Stalingrado, Leningrado y Berlín, la Segunda Guerra Mundial no fue una contienda eminentemente terrestre, sino marítima y aérea; se decidió en los mares y el aire. Alemania tenía un magnífico ejército, pero flojeaba en la aviación y, sobre todo, en la Armada. Esta arma fue la menos atendida por el régimen nacional-socialista por varios motivos. En primer lugar era imposible que el III Reich construyera en unos pocos años una Armada (de superficie) capaz de enfrentarse a la británica y a la francesa; en segundo lugar, la obsesión del emperador Guillermo II por rivalizar en potencia marítima con Inglaterra fue una de las causas de la Primera Guerra Mundial; y en tercero, esa flota se rindió sin haber librado más que una batalla, la de Jutlandia, que no alteró la situación. La experiencia de los años 1914-1918 aportó a la ciencia militar tres nuevas armas y, en consecuencia, nuevas estrategias: el carro, el avión y el submarino. Éste fue la última esperanza de los Imperios Centrales para vencer a las potencias anglosajonas en el mar.

El submarino mostró, de nuevo, su poder mortífero en la Segunda Guerra Mundial. El comandante de la flota de submarinos alemana, Alfred Dönitz, un marino valiente y carismático, que seleccionaba y entrenaba personalmente a sus oficiales, decidió propinar un golpe de efecto al Imperio británico y en el mismo lugar en el que los buques del kaiser habían sido barrenados por sus tripulaciones: la base de Scapa Flow. El almirante escogió a un capitán, Gunther Prien, y le instruyó para que penetrase con su U-47 en la bahía y hundiese algún barco. Así lo hizo el oficial; en la noche del 14 al 15 de octubre de 1939 torpedeó el viejo acorazado Royal Oak, toda una proeza que animó al pueblo alemán y al mismo Adolf Hitler.

A partir de entonces, el III Reich se volcó con los submarinos. Después de la rendición francesa, Dönitz se trasladó, junto con su estado mayor y su flota, al puerto de Lorient, en el golfo de Vizcaya: el Atlántico se abría ante todos ellos. El almirante convenció a Hitler de que esta vez el arma submarina rendiría a Inglaterra por hambre al cortar las líneas de suministros. Y su pronóstico estuvo a punto de cumplirse entre la segunda mitad de 1940 y 1941.

La más larga de las campañas que componen la Segunda Guerra Mundial duró hasta el mismo día de la rendición de Alemania. Por esas repeticiones tan abundantes en la historia, Dönitz, prisionero de los británicos en la Primera Guerra Mundial, ordenó en 1945 la rendición de Alemania, ya que era el nuevo Führer, sucesor designado por Hitler. Los Aliados perdieron unos 3.500 buques mercantes; murieron más de 32.000 marinos civiles británicos y 50.000 marinos de guerra; las pérdidas en el bando alemán ascendieron a 28.000 hombres y 648 de los 859 submarinos en activo.

El autor, Andrew Williams, es productor de programas de la BBC; su libro se basa en una serie de televisión y no sólo contiene datos, sino, testimonios de los supervivientes (oficiales alemanes, marineros estadounidenses, civiles británicos...), lo que le da amenidad. De esta manera, se comprende la angustia de los náufragos solos en un bote en el invierno del Atlántico norte a la espera de un rescate que no sabían si iba a llegar, o la arriesgada vida de las tripulaciones de los submarinos.

Lo más sorprendente del libro es el contraste entre los inmensos medios de que disponía la Armada británica para combatir a los submarinos con la cortedad de los que tenía Dönitz. El estado mayor de éste lo formaban seis personas; uno de sus oficiales llegaba a teclear (con dos dedos) las órdenes para los submarinos a fin de mantener el secreto. Y mientras que los Aliados supieron compenetrar a la aviación con los barcos, los submarinos alemanes carecieron de apoyo aéreo incluso para localizar los convoyes. El arma submarina compensó sus restricciones con valor y lealtad y, como ha sucedido en tantas guerras, las virtudes humanas estuvieron a punto de anular a la tecnología. Sin embargo, la derrota en la batalla del Atlántico es un ejemplo de lo que decía Hitler al final de su vida: a las ofensivas alemanas les faltaba un 10% más para alcanzar el éxito completo.

Andrew Williams. La batalla del Atlántico. Traducción de Silvia Furió. Prefacio de David Syrett. Crítica. Barcelona, 2004. 291 pp. + ilustraciones.

Por: Pedro Fernández

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